Alcanzar
sus manos, despertar su atención, sentir su calor, apreciar su esencia; vuelvo
a sentir un cosquilleo placentero que perturba mi rutina. De repente, me sorprenden
aromas almizclados y amaderados, o tal vez orientales, o quizás de sutil
frescura con gotas florales; caballo imperioso es la imaginación, guerrero
implacable, aventurero sin rumbo cierto; compañera fiel mi fantasía; argumenta
y decora mis momentos de silencio; ése plácido silencio que tantas veces me
lleva de su mano, galopando a lomos de un corcel cargado de ideales.
Imagino
su rostro cálido, al otro lado; espacio infranqueable que consuela en la
distancia; y al caer la tarde el tintineo de las teclas de mi viejo ordenador
no cesa, se ilusiona al sentir su presencia acurrucadita entre los rincones
del teclado; ese momento en que ternura y virtualidad se hacen cómplices; algo
mágico que nos une en la distancia.
Tras los cristales del enorme ventanal me aventuro
a imaginar la calidez de sus brazos a mi alrededor; el brillo de sus ojos en
los míos y su aliento fresco susurrándome al oído. Es al caer la noche cuando
puedo sentirlo; ese momento en que la Luna me cubre con su manto plateado y el
sopor del ensueño me embriaga y adormece.
Las
primeras lluvias golpean en el alféizar de la ventana, llenando mi memoria de
recuerdos remotos; las correrías de la infancia, mi adolescencia furtiva,
juventud fugaz que traicioneramente se presenta una mañana en la puerta de tu madurez y se instala en tu vida sin
pedir permiso; maleta pesada el pasado que, a veces, se antepone a los sueños….
Compartir
nuestro tiempo a pesar de la distancia, ser cómplices, confidentes, descubrirse
mutuamente, no existe el tiempo, tan solo un corazón y un alma juntos en un
mismo espacio; infinito y la vez tan pequeño; nuestro pequeño microcosmos, tal
vez de felicidad.