La mañana del veintidós de
diciembre amaneció con brumas que, poco a poco, se fueron disipando, dejando
paso a un cielo azul celeste que invitaba a la ensoñación y el romanticismo. Me
pregunté si aquello sería una señal.
Dieron las diez y media en el
reloj de cuco de pared y me apresuré a vestirme y embadurnarme con esencia de
azahar, dejando una estela fresca y sutil a mi paso que envolvía la estancia
con aromas de mi infancia; tiempos en los que mi yaya y yo compartíamos
chocolate caliente y bizcocho de limón, pegaditas a la chimenea, respirando el
aroma que la madera de encina despedía al arder y compartiendo confidencias de
mujeres. Me venían a la memoria recuerdos del pasado; tiempos en los que solía
enfundarme en vaporosos vestidos de algodón blanco y sedas naturales que caían
sobre mi piel con la delicadeza de una brisa marina acariciándome el rostro en
una cálida tarde de verano.
Empecé a sentir cierto hormigueo
en mi estómago; serían nervios, me dije; me preguntaba cómo sería él. Conocía
su rostro, había escuchado su voz y ciertamente me parecía una voz armónica y
serena; me inspiraba confianza. Mi impaciencia pedía paso y salí de casa con
bastante antelación, pues me gustaba llegar a tiempo a mis citas.
Estuve esperando unos minutos y a
las doce cuarenta apareció en escena con una amplia sonrisa. Me confesó su
timidez, presentándose como un hombre sencillo, sin complicaciones. Y así era
él. Vestía pantalón color tierra, jersey marrón y camisa a cuadros; llevaba unos
zapatos castellanos color vino y una bufanda gris con flequitos; todo muy
conjuntado y a la moda, como él añadió al filo de nuestra conversación.
Sus ojos me miraban fijamente a
veces y se acompañaban de una sonrisa casi trémula que llegaba a intimidarme.
Notaba que se sentía bien a mi lado y que a pesar de la inquietud que la primera
cita podía producirle, su deseo de estar conmigo cobraba más fuerza. Su alma se
entrelazó a la mía durante la tarde y estuvieron conversando en silencio. No
hay palabras cuando dos almas hablan, sólo sensaciones.
La tarde pasó en un instante y
nos despedimos con la promesa de volver a vernos.
Si tuviera que describirlo diría
de él que lo sentí padre ante todo y sobre todo; que lo sentí un hombre que
tímidamente descubría su corazón con la esperanza de que, esta vez, fuera yo
quien lo acogiera en mi regazo y lo tratara con sumo cuidado, poniendo especial
atención en no dejarlo caer nunca más.
Sus enormes ojos color marrón se
achican cuando estoy cerca; es una expresión que a menudo he visto en días de
Navidad, cuando los niños reciben sus primeros regalos. Es la expresión de la
felicidad; y hoy quiero decirle que intentaré no ensombrecer su sonrisa con mis
actos, que procuraré conservar su corazón intacto y no hacerle nunca daño, que
deseo y espero que en su mirar persista siempre ese brillo de la primera vez.