martes, 14 de marzo de 2017

TITANIC


Partió sin rumbo una mañana; el rocío en sus cabellos, la escarcha en el camino y la ilusión de comenzar de nuevo, sus únicos compañeros. Apenas 19 primaveras  y el firme propósito de una prosperidad futura, le impulsaban a avanzar en su camino a paso ligero. Sin una libra en el bolsillo imaginaba una y mil maneras de embarcarse pese a cualquier contrariedad. Atrás quedaron noches interminables de frio entre los huesos, acurrucado en el viejo chiscón de un hogar que había dejado de serlo mucho tiempo atrás.
Ya en el puerto, el gentío se amontonaba a ambos lados de la pasarela de embarque; el bullicio ensordecedor sería sin duda, su mejor aliado; alzó la vista un instante y la majestuosidad del transatlántico le estremeció hasta entumecerse. La gente murmuraba a su paso, hablaban sin duda de la nave imperial que les conduciría por el sendero de la esperanza; todo un océano de ilusiones pasaba justo delante de sus ojos; solo tenía que tender la mano y alcanzar su oportunidad;  el futuro comenzaba en ese instante. Por un momento sus ojos se tornaron vidriosos y la emoción le embargó al distinguir el nombre de aquel que ya reconocía como el puente a su felicidad……..”TITANIC”;  se llama Titanic, le repitió su conciencia y sin dudarlo se escurrió entre los pasajeros y de un brinco se plantó en la cubierta. Inquieto, se apresuró a la proa y la brisa del Atlántico acarició sus dorados cabellos, descubriéndole la frente que el Sol no tardó en enrojecer; su pecosa nariz dibujaba en su rostro un semblante afable y dulce; la dulzura de su juventud marcada por una infancia difícil, retocaban su entrecejo con unas pequeñas arrugas  que la melancolía y la necesidad habían decorado sin pedir permiso.

Llegó el momento de zarpar,  su corazón se aceleró y sintió su palpitar muy dentro de si; tembloroso, se apresuraba aquí y allá sin rumbo cierto pero entusiasmado. Necesitaba creer, tener la certeza de que su destino comenzaba en aquella cubierta, sentir la seguridad que durante tantos años le había abandonado.

Las gélidas aguas del Atlántico sepultaron sus sueños una fría noche de abril de 1912; entre los restos del navío apareció su cuerpo, inerte, con la sonrisa de la muerte dibujada en su rostro; nadie reclamaría su pérdida, nadie reconocería su cuerpo, tan solo el mar conservaría en su regazo para toda la eternidad, el  destino, la esperanza e ilusión que aquel joven había guardado durante tantos años en su humilde corazón.